Pesca en isla Navarino

Correo electrónico Imprimir
  
 
 
Por Gonzalo Pavez
 
La ambición de pescar en los ríos más australes del mundo, eso fue lo que nos motivó a ir hasta la isla Navarino, ubicada al sur de Tierra del Fuego. Esta lejana isla ofrece varios sectores de pesca, por lo que junto con Gonzalo Oliver, Giancarlo Robba y Nicolás Oliver emprendimos viaje, y después de llegar a Puerto Williams, el mayor poblado de la isla, comenzamos a caminar por la ruta de los Dientes de Navarino, un trekking con preciosos paisajes de montañas nevadas y valles prístinos.
 
 
 
 
Pero paisajes tan impresionantes son a su vez difíciles trayectos. Nuestro primer objetivo era llegar al refugio en el lago Windhond, para lo cual tuvimos que ascender hacia el paso Bettinelli y luego atravesar una turba que por cada paso que dábamos se hacía más larga. De poca profundidad y con gran variedad de especies, el lago Windhond sería nuestro primer lugar para pescar. Una vez en lo nuestro, los ejemplares de fontinalis, fario y arcoíris no superaban el kilo, pero una población abundante compensaba el peso de las truchas.
 
 
 
 
 
 
Luego de un par de días, rodeamos el lago Windhond en dirección a la bahía del mismo nombre, donde desembocan los ríos Windhond y Navarino. La caminata hacia este lugar fue mágica y distinta: después de cruzar un paso de montaña y caminar horas por la turba, vimos grandes castoreras, y la flora comenzó a cambiar a medida en que nos acercábamos a la costa sur de la isla. Llegamos a la desembocadura del rio Windhorn y nos pusimos a pescar. Allí, Giancarlo sacó un hermoso macho migratorio de cinco kilos, la gran captura del viaje.
 
 
 
 
Con muchas ganas de seguir pescando, caminamos hacia la desembocadura del río Navarino, donde nos quedamos cinco días. Un río angosto, serpenteante, lento y profundo, rodeado de turbas y castoreras, con gran cantidad de farios residentes y migratorias, además de arcoíris, steelhead y fontinalis, todas grandes y dispuestas a dar pelea. Utilizaban todos los recursos que les ofrecía el río para zafarse de la mosca. Algunas lograron escapar, pero otras, de hasta cuatro kilos, no pudieron contra nuestra perseverancia.
 
Después de esa experiencia nos sentíamos bastante satisfechos, pero no todo sería tan fácil. Si bien hasta ese momento habíamos tenido días fríos pero estables, durante la semana siguiente nos azotó una tormenta de fuertes vientos, grados bajo cero y nevadas al nivel del mar, en pleno febrero. Los ríos crecieron y se volvieron turbios: pasamos de pescar grandes truchas a ejemplares de menos de medio kilo.
 
 
 
 
Llevábamos quince días viajando, y nos quedaban pocas provisiones y energías, por lo que decidimos volver a Puerto Williams. Fueron otros siete días caminando de vuelta, atravesando inundaciones y ríos que antes no estaban. La isla se había vuelto un lugar hostil, y nuestra vulnerabilidad se había desnudado frente al poder de la naturaleza.
 
Fueron veintidós días incomunicados y de largas travesías, y al llegar a Puerto Williams, con varios kilos menos, teníamos una sensación especial, habíamos logrado lo que nos propusimos. Todo terminó con un rico asado en el parque Ukika, recompensa merecida por haber superado uno de los ecosistemas más duros del planeta.