El descubrimiento de Viedma

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En el pasado, el Glaciar Viedma ha sido esta impresionante franja blanca que he visto a través del Lago Viedma mientras vamos desde y hacia El Chaltén.
 
Serpenteando alrededor del lejano extremo noroeste, tras el Paso Los Vientos, llegando a un campo de hielo inmenso. Y alcanzando el este en una gigantesca laguna aguamarina que uno debe atravesar para llegar a cualquier parte acá. Viedma es mucho más que lo que se puede ver desde lejos.
 
Hay una línea blanca de hielo de tres millas que da pistas de la grandeza tras las cimas. La lengüeta no es más que una pequeña porción de un lugar apartado del mundo. Remoto, hermoso y aislado.
 
En un viaje reciente, pasé horas a caballo para ponderar al glaciar desde el sur cercano durante nuestra estadía helada en Helsingfors. Luego, me subí a un bote, escalé un acantilado de acero, me ajusté unos trepadores y partí a caminar por Viedma mismo.
 
Éste es el segundo glaciar más grande del Campo de Hielo de Patagonia del Sur, y está desapareciendo. Todos los glaciares en el Parque Nacional Los Glaciares se están reduciendo, a excepción del Glaciar Perito Moreno, que se encuentra en lo que los científicos llaman una condición “estable”. Algunos dicen que Viedma va a desaparecer en sesenta años. Lo mismo se espera para todos los glaciares del Campo de Hielo de Patagonia del Sur, con excepción del majestuoso glaciar Pío XI, en el lado chileno, que es también el más grande del campo de hielo y se encuentra “estable”.
 
He clavado mis escaladores en glaciares patagónicos antes. Pero Viedma, me dijeron, era diferente a cualquier otro glaciar que hubiera escalado.
 
“Es más salvaje”, dice Fernando.
 
“Es totalmente único”, opina Milena. “Tiene personalidad”.
 
Lo primero de lo que me doy cuenta es que Viedma es un glaciar físicamente energético, que está bajo extrema presión de las dos montañas de entre las cuales sobresale su lengüeta. Podía sentir cómo el capitán del bote se acercaba a su puerto improvisado. Dejamos el bote cerca de un acantilado, desembarcamos en una balsa de madera y luego escalamos una morrena que sólo hace doce años estaba bajo el hielo de Viedma. Quedan rastros de los repliegues y arañazos del hielo después de cada paso. Es un terreno fresco, increíblemente crudo y tallado.
 
Entonces, golpeamos el hielo. Hay tensión bajo las puntas de mis escaladores. Sigo a Milena entre los arrecifes, mirando complejas formas de hielo, abajo a corrientes congeladas, al lado a grietas recortadas. Luchamos para mantenernos quietos entre vientos gigantescos. Éramos pocos, y formamos un equipo para una lección en terreno de glaciología y geografía física.
Lo que más amé de Viedma, eso sí, fue la vista al este a través de la Estepa Patagónica.
 
Es como la paleta de un pintor, una selección de colores serenos que uno puede querer pintar en las paredes de un refugio privado – colores que aluden a la apertura y al espacio. La dulce vista mezclaba un horizonte rosa, arrecifes color galleta, cielos celestes, aguas de un tono menta cremoso, nubes esponjosas y blancas como la nieve, acantilados con líneas de colores ladrillo, burdeo y bronce, y un increíble rango de azules blancos en el glaciar mismo. Limpio. Y una paz increíble. Espacio para respirar.
 
 
Miré al este hacia una mansedumbre que contrasta con el fiero hielo, y al camino que había subido y bajado tantas veces, seguí a las nubes que viajaban al este sobre mí. Una se veía como un cono de helado (¡no es broma!). Otra era una serie de olas de océano. En la distancia, algunas perfectamente Simpsonescas.
 
Pocos días después, emprendí mi camino desde El Chaltén y miré a Viedma fundirse en el horizonte. Es un recuerdo para mantener cerca y al cual retornar para aminorar la prisa y el trajín de la vida.