[ Nota del editor: Este artículo apareció originalmente en la Edición 3 de Patagon Journal. Sólo publicamos en nuestra web una pequeña parte de los artículos de nuestras ediciones impresas, suscríbete o compra esta edición en nuestra tienda online y en los puntos de venta que ofrecen la revista. ]
Prefacio del autor: Los caballos y los gauchos son sinónimos en la Patagonia. Solitarios, siluetas perpendiculares en un paisaje horizontal, cabalgando por la estepa con una manada de perros chascones ladrando alrededor de sus patas. Tal como un caballero en la España medieval son, de alguna manera, figuras emblemáticas de la zona.
Su habilidad para cabalgar es extraordinaria. Recuerdo haber observado una vez, a unos cuantos kilómetros de Chos Malal, a un grupo de gauchos arreando un rebaño de ovejas a través de una vertiginosa y rocosa escarpa. Resbalándose y deslizándose por el pedregal suelto o brincando por sobre las rocas, cabalgaban con sus corceles arriba y abajo de la ladera en una revoltosa nube de polvo.
Yo soy una de esas personas afortunadas que son buenas en casi cualquier cosa a las que les eche mano. Sin embargo, cabalgar no es una de ellas. Los caballos y yo somos como el aceite y el agua: simplemente no nos llevamos bien. Cuando niño eso sí, por supuesto que pasé por una breve etapa caballesca. Cuando tenía nueve años, volví locos a mis padres durante un verano en Inglaterra, cuando chillaba “¡Quiero un poni! ¡Quiero un poni!” cada vez que íbamos en auto y pasaba uno por el lado nuestro. Sabiamente, nunca consintieron aquellos deseos, aunque sí me ofrecieron tomar clases de cabalgata en un establo. Estos pertenecían a un malhumorado ex-coronel de la Armada Británica llamado Jock Williams. Así, una vez por semana yo aparecía con mis nuevos y relucientes pantalones de montar y mis botas para cabalgar un poni negro llamado Jet. Por un tiempo las cosas iban muy bien, hasta que un día, galopando suavemente por la pastosa orilla al lado de una carretera, me resbalé de la silla de montar y casi me voy de cabeza por arriba de la cabeza de Jet.
Desde aquella experiencia, rara vez me he aventurado a montar un caballo. Aunque ahora estaba decidido a no ser un mero espectador en la Veranada. Así que en cuanto se me presentó la oportunidad de acompañar a un grupo de gauchos a Las Montañas del Viento, me arrimé de inmediato, con divertidísimas consecuencias como ya leerán...
La gente dice que los caballos son hermosos, que no hay nada más gratificante que el lazo entre un hombre (o mujer) y un caballo. Tal vez esto sea verdad para ellos, pero para mi, los caballos son como agua y aceite. Simplemente no nos llevamos bien, no me gustan y yo no les gusto a ellos.
Pero estaba decidido a hacer mi aporte en La Veranada y no sólo ser un mero expectador. Clauido, nuestro anfitrión en Chos Malal, reaccionó escéptico. Pero finalmente consintió en proveerme de un caballo. De este modo, cuando nos dispusimos a dejar el corral, miré ansioso como ensillaba un caballo llamado Coihueco, que se pronuncia Coheeko.
Era el robusto caballo criollo típico de la región, con una melena recortada y sus pezuñas amplios. En su lomo figuraba el aparejo tradicional del gaucho: una silla de montar de cuero larga y amplia con un pomo, acolchada con dos pieles de oveja. "Es muy tranquilo," Claudio me aseguró. "He is very quiet".
Le di unas palmaditas a Coihueco en el cuello y hice los cacareos correspondientes. Coihueco se quedó mirándome con sus ojos tan negros y impenetrables como un lago de montaña. Claudio mantuvo la brida para que yo montara, usando una roca para pararme. Al principio, no podía conseguir pasar mi pierna sobre la silla de montar, pero después de unos cuantos intentos vergonzosos y varias bromas de Claudio, me las arreglé para finalmente montarme en el lomo de Coihueco.
Lo siguiente fue poner mis pies en los estribos. Si eso suena fácil, no lo fue. Estos eran estribos de anillo, sólo cabían en ellos la punta de una bota de montar de cuero de la talla de un hombre pequeño y liviano. Pero yo mido 1.80 de estatura, peso 89 kilos y llevaba puestas unas botas de montaña talla 44, con suela de goma. Después de casi caerme del caballo varias veces por agacharme para tratar de meter mis pies en los estribos, Claudio vino al rescate. “Está seguro que quiere hacer esto?”, dijo con una sonrisa, embutiendo mis pies en los estribos.
El líder de los gauchos que nos acompañaban a Las Montañas del Viento era un hombre llamado a Fernando. Con su chaqueta de pana color rojo vivo, bombachos beige y un sombrero negro y plano, podría haber honrado la portada de un CD de tango. Medía algo así como 1.67mts, pero su caballo era el más alto de todos: una magnífica mole con cascos blancos y una flameante cola. Pisaba el suelo como Pegaso.
Partimos por un camino de tierra. Al principio, las cosas salieron bien. Coihueco iba codo a codo con el magnífico corcel de Fernando. Los perros ladraban, el polvo volaba. Era como una versión Argentina de "Rawhide".
De pronto, todo se tornó color de hormigas. Los novillos cargaron arriba hacia un montículo escarpado de guijarros y rocas. Fernando salió persiguiéndolos y los llamó envuelto en una nube de polvo. Por una terrorífica fracción de segundo, pensé que Coihueco los seguiría, pero para mi alivio, no lo hizo. “Buen chico”, dije susurrando su nombre, “buen chico”.
Mi sensación de bienestar duró poco. Para empezar, de pronto me encontré solo, el resto de los gauchos salieron persiguiendo a los novillos dejando a Coihueco y a mi abajo al fondo del valle.
Eso no era tan malo, pero frente a nosotros había un grupo de nueve caballos sin montura y seis mulas, los cuales tambien iban a ser llevados a las montañas. Dado que no tenían jinete, las mulas y los caballos podían detenerse o galopar tan lento o tan rápido como quisieran, y peor aun, hacerlo en cualquier dirección.
Siendo un animal de rebaño, Coihueco naturalmente quería quedarse cerca de los suyos, por lo que cuando ellos se detenían a pastar, él se detenía a pastar. Intenté relajarme y dejarlo ser, soltando las riendas para que hiciera lo que quisiera. Sentí una renovada sensación de optimismo sobre mis habilidades para lograr una relación satisfactoria con un caballo. Todo se reducía a un equilibrio, dar y quitar, confianza.
Mi ensueño fue interrumpido cuando los caballos y mulas sueltas partieron en un súbito trote. Por supuesto, Coihueco no quiso quedarse atrás y partió detrás de ellos. Tiré de las riendas, pero Coihueco furibundo sacudió su cabeza de lado a lado. Tiré de las riendas aun más fuerte, pero ahora Coihueco estiró se cuello hacia abajo, casi botándome del sillín. Hasta ahí llegó nuestro dar y quitar, nuestra relación ya iba en picada.
Afortunadamente, los caballos sueltos aminoraron el paso y por ende Coihueco tambien y así disfrutamos de unos cuantos minutos más de pacífica convivencia, cabalgando suavemente bajo la cálida luz del sol. Le di unas palmaditas en el cuello. Habíamos limado asperezas. “Buen chico” le susurré al oído.
Las palabras estaban apenas saliendo de mi boca cuando el desastre golpeó mi puerta. Asustados por una súbita ráfaga de viento, los caballos y mulas sueltas arrancaron a medio galope y desaparecieron en una curva. Coihueco se desesperó, relinchaba y gemía, lanzaba patadas con sus patas traseras, tironeaba las riendas y sacudía la cabeza de lado a lado. Frente a nosotros había un camino por donde iban pasando algunos camiones de ganado. Me vi a mismo y a Coihueco precipitarnos hacia ellos y siendo atropellados, como en esa escena al comienzo de la película The Horse Whisperer. Yo saldría disparado del sillín de montar, my columna vertebral se haría añicos y nunca más volvería a caminar.
“Qué pasa hombre!” dije, haciendo lo mejor posible por sonar como un cowboy. “Tranquilo ahora”.
Apenas yo soltaba las riendas, Coihueco trataba de partir de nuevo y mientras más se alejaban sus camaradas, más inquieto se ponía. Zapateaba el piso, giraba en círculos y bufaba. El sudor comenzó a correr por mi espalda. Coihueco podía sentir mi temor y tal como todos los caballos -es por esto que los odio!- no demoró nada en explotarlo. Pensé que en cualquier momento se iba a erguir en sus dos patas traseras y me botaría de espaldas al piso en el camino, dejándome ahí tirado, paralizado, como a Christopher Reeve!
Vi la camioneta Toyota blanca de Claudio. Me saqué mi sombrero para hacerle señas frenéticamente, pero estaba muy lejos como para notarme. Así que decidí dar la vuelta, aunque me pregunté, habrá una reversa? Tiré fuertemente de la rienda izquierda, pero Coihueco no se quería mover. Tiré aun más fuerte de las riendas, tanto que su cabeza estaba a casi noventa grados hacia un lado respecto de su cuerpo. Pensé que en cualquier minuto le iba a terminar arrancando el bocado de su boca, pero aun así se rehusaba a darse la vuelta.
“Vamos a dar la vuelta, Coihueco” murmuré entre dientes apretados. “Ya sea te guste o no mierda!”.
Tiré de las riendas con toda mi fuerza y logré hacer que girara, aunque se movió tan poco que seguía mirando en la dirección donde sus camaradas habían desaparecido. En mi desesperación, empecé a darle órdenes bastante confusas a Coihueco. Le tironeaba las riendas, le pegaba con mis talones en sus costados. Era como pisar el acelerador de un auto y tirar del freno al mismo tiempo.
Quedaba una sola alternativa...tenía que bajarme de este loco caballo, pero el problema era que no podía. Mis botas estaban atascadas en los estribos de anillo. Me agaché y traté de soltar la bota a tirones, pero lo único que logré fue casi caerme al piso.
En ese momento, dos hombres aparecieron en frente mío empujando una bicicleta. A juzgar por sus atuendos -pantalones bolsudos, camisetas de trabajo blanca, botas y gorros planos- parecían ser granjeros.
“El Caballo! El Caballo!” chillé en español como un loco, haciendo señales con mi sombrero. “El caballo! El caballo!”.
Los dos hombres me miraban.
“El Caballo!” grité.
“Si, si senor.” asintieron y sonrieron. “Que es un caballo …”
Si, es un caballo. Y?
Apunté frenéticamente a los estribos. “Un caballo! Un caballo!”
Finalmente, los dos hombres entendieron. Tomaron las riendas y sujetaron a Coihueco. Me agaché y solté una bota, despues la otra y salté al piso. Mis piernas temblaban, pero ya estaba de vuelta en terra firma.
“Muchas gracias, señor!” dije, dándole palmaditas en la mano al hombre que sostenía a Coihueco.
El intentó devolverme las riendas, pero sacudí mi cabeza levantando mis manos como diciendo “no, no tiene nada que ver conmigo”, igual que esos jugadores de futbol italianos cuando hacen un foul. Los hombres se miraron, desconcertados. Luego, los cuatro empezamos a caminar por el sendero. Mis piernas se sentían como gelatina. Coihueco nos seguía el paso tranquilamente, aliviado de ya no tener al loco en su lomo.
“Quizás al final prefiere manejar la camioneta?” dijo Claudio con un risita mientras se iba acercando en su vehículo donde estábamos nosotros.
Sonreí de vuelta y silenciosamente juré que nunca, jamás volveré a montar un caballo de nuevo, por el resto de mis días.
El escritor británico Simon Worrall ha escrito para publicaciones como National Geographic, London Times, Paris Review, The New Yorker y Conde Nast Traveler. Su artículo en nuestra última edición de Patagon Journal fue un extracto de su libro, “River of Desire: A Journey Of The Heart Through Patagonia”. El trabajo nace de la investigación que hizo mientras trabajó en su artículo publicado en enero de 2004 por National Geographic, sobre la Patagonia.
Traducción:
Esta dirección electrónica esta protegida contra spambots. Es necesario activar Javascript para visualizarla